Al Margen 

Después de la elección del 1-J, ¿será el principio del fin de los partidos en México?

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Adrián Ortiz Romero Cuevas

Miércoles 23 de mayo de 2018.

La falta de claridad y congruencia en los planteamientos y decisiones básicas de los partidos políticos en México, contribuye a la gestación de una crisis que podría ser de dimensiones mayúsculas. Independientemente de la efervescencia electoral, y de la forma en que se están confrontando los candidatos en busca de la conquista del voto popular, lo cierto es que los partidos y las ideologías atraviesan por una crisis profunda de identidad y de credibilidad. ¿Será que después de la elección presidencial veremos desaparecer a los partidos actuales y, quizá, el surgimiento de nuevas organizaciones políticas?

En efecto, en todo el país hay una situación bipolar entre partidos y candidatos: mientras los primeros agonizan en sus respectivas crisis de legitimidad y de congruencia, los candidatos parecen ser los primeros contribuyentes a esa crisis de fondo. Es cierto que la elección presidencial crea un clima artificial de ánimo y revitalización de las fuerzas políticas, gracias a las campañas y al enorme derroche de recursos —públicos— que éstas traen aparejado.

No obstante, después de la jornada electoral, cuando se sepa quién ganó y quiénes perdieron la elección presidencial, y cómo se compondrá el nuevo mapa legislativo y de los gobiernos de las entidades federativas, de manera irremediable ocurrirá el cobro de facturas y las purgas al interior de los partidos, que bien podrían terminar —cada una en su propio contexto— con la desaparición de las fuerzas actuales.

Afirmar lo anterior tiene su fundamento en la crisis moral que enfrentan los partidos hoy en día, así como en los ajustes de cuentas internos que ocurren cuando se gana, pero sobre todo cuando se pierde el poder político. Si repasamos la situación actual de los partidos, veremos que, en sus respectivas circunstancias, no distan mucho unos de otros. Veamos.

El Partido Revolucionario Institucional, por un lado, vive una crisis profunda basada en que, primero, no tiene un candidato propio; segundo, en que está pagando por los excesos cometidos por muchos priistas —el Presidente, funcionarios federales, gobernadores, legisladores, etcétera— durante este breve retorno al poder presidencial; y tercero, porque no ha sido ajeno a la profunda crisis ideológica que afecta a todos los partidos, lo que reiteradamente lo sujeta a vaivenes respecto a la forma en que concibe y enfrenta problemas y temas sensibles frente a la ciudadanía, máxime con su candidato que parece más cercano a la derecha, que a las posiciones de centro izquierda, de las que se supone que el PRI ha sido garante durante décadas.

De hecho, como marca frente al reconocimiento de la gente, el PRI está padeciendo los resultados de gestiones gubernamentales desastrosas, así como también de no haber comprendido que el ejercicio del poder público no podía ser el mismo en la actualidad, que como fue en los años del régimen de partido hegemónico, en donde la ciudadanía tenía una participación limitada, y en donde había una suerte de resignación sobre la forma en que la clase política ejercía sus funciones incluso excediéndose, sin que eso impactara en cuestiones electorales, que también eran controladas por el aparato gubernamental.

Ahora bien, el Partido Acción Nacional vive un desmoronamiento material que ahora no se ha podido ver en una dimensión real, también gracias a que el proceso electoral ha sido una especie de analgésico frente a una infección que lo tiene amenazado de muerte. ¿Por qué? Porque, por un lado, el PAN nunca pudo estabilizarse luego del ajuste de cuentas interno derivado de la pérdida de la Presidencia de la República en 2012. Más bien, del pleito entre panistas salió beneficiado un vivales (Ricardo Anaya) que con traiciones y acuerdos cupulares se quedó con la dirigencia nacional del partido, y luego lo alió con sus adversarios para esta elección presidencial.

Evidentemente, no se puede hablar de la crisis panista sin tocar la que particularmente vive el PRD. Ambos partidos están totalmente desnaturalizados gracias a que trabaron una alianza pragmática, sin principios y sin derroteros definidos. Su candidato presidencial común, Anaya, dice que está en contra de temas como la legalización de la mariguana o los matrimonios igualitarios, con lo que formalmente pisotea la ideología de su aliado. Lo más lamentable es que el PRD está políticamente desfondado (gracias a Morena y a Andrés Manuel López Obrador), e ideológicamente está vacío, ya que luego de ser el principal garante de la izquierda en México, hoy son una comparsa vil de sus contrapartes, en una elección en la que, ni siquiera ganando, podrían conseguir algo de supervivencia frente a sus inconsistencias de fondo que la ciudadanía les viene cobrando desde hace varios años.

 

EN MORENA TAMBIÉN

Está equivocado quien crea que no va a ocurrir un cisma al interior de Morena, incluso ganando la elección presidencial. Si el resultado es derrota, ese partido quedará desfondado si Andrés Manuel cumple la promesa de no volver a ser candidato presidencial —lo cual es posible por la sola cuestión de la edad—, pues en Morena nada tiene más valor y en nada están mejor anclados que en la figura del tabasqueño. Sin él, quién sabe si el destino y la aceptación de ese partido siga siendo la misma en los siguientes años.

¿Y si ganan la elección? Andrés Manuel ha reiterado sostenidamente que todos los acuerdos que ha ido trabando tienen como objetivo el 1 de julio. Después, ha dicho, todos los que se incorporaron a Morena pueden regresarse a sus partidos y filiaciones políticas de origen. ¿Qué significa eso? Que no habrá una cohesión política donde tampoco existe ninguna otra identidad más que la de ganar una elección. Al final, eso abre la posibilidad tanto a que esos espacios se mantengan a partir de la búsqueda de intereses comunes —lo cual es posible—, como también a que exista un proceso de segregación de los aliados actuales, o de desencanto al interior de Morena.

Ocurrirá, si ganan la elección presidencial, que Andrés Manuel no querrá compartir el poder que llegaría a tener, porque es una condición casi natural del poder político la concentración y la resistencia a dividirlo. Menos en una persona como Andrés Manuel. Por eso, es también posible que aún en la victoria, Morena sufra desagregaciones importantes en el corto o mediano plazo, y que también se vaya clarificando el hecho de que no es un partido de izquierda, de que su principal figura política tampoco tiene convicciones respecto a ello, y que por eso haya quienes decidan irse a buscar —o a fundar— otras opciones políticas en las que sí exista identidad.

 

CRISIS COMPARTIDA

Al final, queda el hecho de que casi independientemente de cómo se resuelva la elección presidencial, a partir del día siguiente todos los partidos vivirán momentos de incertidumbre, porque entonces es cuando iniciará la resaca de su pragmatismo, de su desarraigo, y de la falta de identidad que los tiene, a todos, al borde del colapso.

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